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Fotografía: Taller de Arquitectura

Una divina y ‘bohemia’ izquierda en la Barcelona de los años 60 y 70

Hubo un tiempo en que la capital catalana decidió pasar de modernista a moderna de la mano de toda una serie de corrientes culturales, capitaneadas en gran parte por los niños ricos e ilustrados de la arquitectura y el diseño de entonces.

Tiempos con Franco aún en el poder y en los que (en medio de una España rancia, un tanto gris y excesivamente carpetovetónica) surgió un grupo de artistas, profesionales e intelectuales de ideología tendente a la izquierda y miras puestas más allá de nuestras fronteras, que durante las décadas de los años sesenta y principios de los setenta conformaron aquello que el cronista Joan de Sagarra bautizó como Gauche Divine o La izquierda divina. Su epicentro fue la sala Bocaccio, mítica discoteca barcelonesa que junto a la psicodélica Calle Tuset (más conocida como Tuset Street, en referencia a la londinense Carnaby Street), el restaurante modernista Els 4 Gats y la Costa Brava, sirvieron como nexo de unión de un grupo excesivamente multidisciplinar que se dedicaba a vivir la vida bohemia.

Apartamentos Castillo de Kafka en Sant Pere de Ribes (Barcelona, 1968), formado por 90 casas en cubos apilados. 

Bohemia entre comillas, pues para ser bohemio hay que moverse por la vida sin un euro en los bolsillos y este no era el caso de muchos de sus integrantes, los cuales eran en su mayoría los hijos progres de las fuerzas vivas del franquismo encantados de conocerse y sabedores de una situación económica y social privilegiada que mostraba al resto de sus compatriotas enormes dosis de cosmopolitismo, afán lúdico y una infinita capacidad de ocio. 

Noches de bohemia

Hedonistas, snobs, desinhibidos… Las noches en Bocaccio duraban días enteros. Bebían. Bebían mucho. Se reunían como aquella delicada izquierda neoyorquina que invitaba a los miembros de los Black Panthers al ático de la Quinta Avenida de Leonard Bernstein con el fin de recaudar el dinero suficiente para que estos recibiesen un juicio justo y que tan bien narró Tom Wolfe en su artículo Radical chic, ese que nos mostraba la enorme fascinación de los liberales ricos por los revolucionarios y cómo se embarcaban en causas políticas que les sirviesen para mantener un estatus social siempre en la cuerda floja.

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Casa familiar de Ricardo Bofill en Mont-Ras, Girona (1973).

La vivienda de Girona la erigió el catalán en ladrillo marrón al estilo de una maciza fortaleza.

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Sin embargo, ni la Gauche Divine ni Bocaccio fueron solamente una feria de vanidades y una explosión de frivolidad. Como afirmó en su día la fotógrafa Colita (una de sus integrantes más reconocibles): “Si la Gauche Divine se caracterizó por algo fue porque, aunque no hubiese noche en la que no nos pusiésemos ciegos, al día siguiente estábamos todos trabajando”. Esto hizo que tras la icónica puerta modernista de Bocaccio muchas de las corrientes culturales de la Barcelona de aquellos tiempos encontrasen, en mayor o menor medida, el caldo de cultivo perfecto: la Escuela de Cine de Barcelona, la nueva arquitectura de vanguardia, la Nova Cançó, las editoriales independientes, que propiciaron el boom literario latinoamericano y la moda. Una Barcelona moderna y sofisticada gracias a una industria floreciente, una burguesía en alza y unos hijos ilustrados que de pronto se vieron convertidos en cineastas realizando películas al estilo de la Nouvelle Vague, que cantaban en modo chanson française y descubrían el Disseny, que sería (junto a la arquitectura) vía directa para ese foco de modernidad que tanto ansiaban.

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Una de las torres del Barrio Gaudí en Reus, Tarragona, 1968.

En Reus, Bofill proyectó 500 viviendas en torres de ocho plantas.

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Muchos de los apartamentos de Barrio Gaudí se comunican por terrazas exteriores.

Demasiadas disciplinas dentro de un mismo grupo… Esa fue su mayor virtud y, paradójicamente, su mayor debilidad. Un grupo conformado por una treintena de personajes (más incontables satélites) que agrupaba desde escritores, poetas y cronistas de la talla de Terenci Moix, Jaime Gil de Biedma, Rosa Regás, Manuel Vázquez Montalbán o Félix de Azúa, a fotógrafos de importancia capital como Colita, Xavier Miserachs, Leopoldo Pomés u Oriol Maspons, pasando por modelos y actrices que convirtieron en sus musas (Isabel Gil, más conocida como Belle Bell o La niña Isabel, Teresa Gimpera, Serena Vergano o Mónica Randall), cantautores (Raimon, Serrat, María del Mar Bonet o Guillermina Motta), cineastas (Gonzalo Suárez y Vicente Aranda) o el grupo que aquí más nos interesa: diseñadores y arquitectos como Ricardo Bofill, Óscar Tusquets, Oriol Bohigas y, como remate de postín, una Elsa Peretti huyendo de los narcóticos efluvios de Roy Halston y Studio 54.

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Edificio Walden 7 (1975) en Sant Just Desvern, Barcelona, en el que Ricardo Bofill construyó 446 apartamentos en catorce plantas y agrupados en torno a cinco patios, con dos piscinas en la azotea.

Vivienda de Bofill en Mont-Ras, Girona (1973).

Tanto ego junto y tan interdisciplinar hizo que esa España que soñaba con una Barcelona moderna y liberal, que resultó efímera, acabase posando sus ojos en Madrid y su Movida. La Escuela de Barcelona fue un movimiento arquitectónico desarrollado en la Cataluña de las décadas de 1960 y 1970. Lo bautizó así Oriol Bohigas como forma de identificar a una nueva generación de jóvenes arquitectos surgidos en aquella época y con ganas de cambiar las cosas gracias a un afán renovador, un espíritu moderno y un anhelo de conexión con las corrientes internacionales que se estaban gestando.

Una arquitectura propia

Volvemos pues a Bocaccio y aquella mítica noche en la que Ricardo Bofill, Federico Correa y el ya mencionado Bohigas (junto a la complicidad de Oriol Regás, propietario de la sala) instalaron un proyector y un loop de diapositivas desde los que enseñaban algunos de los edificios que marcaban a través del mundo la modernidad de la época. Fue tal su impacto entre los asistentes que muchos empezaron a ver que la arquitectura catalana podía ir más allá de Antoni Gaudí, Lluís Doménech i Montaner o Enric Sagnier. Algo que ya habían demostrado figuras como Alfonso Milá, Lluís Cantallops, Leandre Sabater o Enric Tous, el llamado Grupo R, precursores de las inquietudes de Bofill y compañía, unidos todos ellos por un sello estilístico que buscaba la lógica y lo estructurado mediante líneas sencillas y formas innovadoras, aunque dotando de gran importancia a los materiales constructivos tradicionales como el ladrillo y la cerámica y poniendo especial interés en el diseño interior o el urbanismo de unas edificaciones que procuran situar en entornos amplios y ajardinados.

La torre azul del Barrio Gaudí diseñada por Bofill en Reus, Tarragona, invitaba a fortalecer el sentimiento de comunidad.

Además, esta nueva vanguardia pretende establecer una íntima comunicación entre la actividad arquitectónica y el pueblo, como en el caso del edificio Walden 7 (1975) de Ricardo Bofill, la Casa Fullà (1966-1970) de Óscar Tusquets y Lluís Clotet o el edificio Monitor (1968-1970) de Federico Correa y Alfonso Milá. Locuras espaciales con el sentido único de crear comunidad mediante un programa que intentaba integrar el mayor número de viviendas posibles. Y todas diferentes: uno, dos, tres, cuatro dormitorios… para que se produjese una mezcla social dentro de un mismo bloque, lo cual, por norma general, hacía necesario un libro de instrucciones para moverse por el mismo, ya que contaba con accesos opuestos que hay que bajar o subir para acceder a según qué viviendas, patios de distribución, unos pasillos para los que el adjetivo «ancho» se queda corto o una única entrada de amplia escalera.

Edificios utópicos

Algunos de estos proyectos son tan complejos que se han tenido que crear señaléticas específicas para ayudar a que sus inquilinos acaben llegando a buen puerto. Famoso es el caso de la Casa Fullà, esa cuyas escrituras no fueron entendidas por el notario y tuvo que pedir ayuda a sus creadores para poder comprender los planos de un edificio que acabó convirtiéndose en una especie de congregación en la que sus inquilinos jamás cerraban con llave, saltaban de un piso a otro, se apuntaban sin avisar a las fiestas que se organizaban en la puerta de al lado e, incluso, se llegaron a postular ideas tan sorprendentes como las de colocar lavadoras en todos sus pasillos para uso común. Cosas de la contracultura de los 70. Y, en medio de toda esta conjunción de talentos creativos, nos encontramos con el Disseny, término que siempre hemos juzgado como surgido en la Cataluña de los 80 pero que en realidad ya llevaba años gestándose. Y es que los catalanes han sido maestros absolutos en el arte de hacer la belleza útil, dando imagen de una España innovadora y creativa de puertas para afuera en unos tiempos en los que simplemente se nos asociaba con corridas de toros o tablaos flamencos.

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Otra imagen de los pasillos que conectan las viviendas en las torres de Barrio Gaudí, obra de Bofill.

De la vinagrera de Rafael Marquina, esa que a principios de los 60 resolvió con ingenio algo tan engorroso como el goteo, a la Minipimer de Gabriel Lluelles (o cómo inventar la primera batidora manual eléctrica), pasando por la brillantez de imaginar un cenicero apilable con forma de cilindro, el Copenhagen de André Ricard, a la primera lámpara dotada de un asa, la Cesta de Miguel Milá. Las sillas de Jordi Vilanova, la gráfica de Jordi Fornás, los muebles de Carles Riart, las luminarias Funiculí de Lluís Porqueras (hoy editadas por Marset) o la Básica, producida por Santa & Cole bajo las ideas de Santiago Roqueta y un largo etcétera prueban que Barcelona estuvo en el punto de mira mundial mucho antes de que Mariscal alumbrase a Cobi.

«Cualquier tiempo pasado fue mejor»

Como dijo Teresa Gimpera (La chica de la tele, pues lo anunciaba todo: lo mismo pasaba de promocionar una botella de Cacaolat a trabajar con Vittorio de Sica, a protagonizar El espíritu de la colmena, a ser postulada para convertirse en rubia Hitchcock o a formar parte de algún mastodóntico reparto coral en multitud de infumables coproducciones europeas) en una de sus últimas entrevistas: “No me atrevería a decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero puedo asegurar que sin duda fue más creativo e, infinitamente, más divertido”.