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PINTORES OLVIDADOS #8. Manuel Gil, figura clave de la renovación valenciana

Enemigo de Sorolla, amigo y alumno de Oteiza, y probablemente uno de los grandes referentes de la pintura abstracta de los años 50 en España. Los libros de historia del arte hoy analizarían en profundidad la vida y obra de este personaje, de no haber sido por su corta trayectoria debido a una muy pronta despedida.

Fue una amistad tan poderosa que transformó casi al completo el estilo pictórico de un artista. Manuel Gil pintaba y, mientras, Jorge de Oteiza esculpía. “Ahora necesito pintar y salvarme, Jorge”, escribió el valenciano al vasco en una de sus innumerables cartas. Oteiza, el genial escultor que funcionó como puente entre la vanguardia de los años 20 y las generaciones de la posguerra, hizo saltar a Gil hacia la abstracción. A pesar de que, por aquel entonces, había empezado a ser ya un reputado muralista figurativo. Considerado como uno de los pintores más ilustres de la renovación artística valenciana de mediados del XX, no le dio tiempo a despuntar del todo ni en lo uno ni en lo otro.

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Con personajes simplificados, el valenciano plasmó una escena del jardín del Edén en su obra sobre tela El Paraíso (1955). En portada, autorretrato de Manuel Gil (1954).

El artista pintando los murales de Casa Pedro en Valencia (1952).

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Manuel Gil (Valencia, 1925-1957) es un referente clave para entender el panorama pictórico de los 50 en España. Estudia en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Valencia y en la de Bellas Artes de San Carlos. De prolífico perfil activista dentro de los llamados Grupos rupturistas, perteneció junto a Alfaro, Michavila, Isidoro Balaguer o Amadeo Gabino al Grupo Parpalló (1956-1961). A su vez colaboró con el Grupo Artístico del Mediterráneo (1956-1961) y fundó el denominado Grupo Z (1947-1950), todos muy críticos con la omnipresente corriente académica. Por supuesto, el valenciano también era inquieto y revolucionario. Se debatía entre la pasión que le provocaba la pintura del Renacimiento italiano, y en especial Piero della Francesca, o el arte oriental mesopotámico, y el antiacademicismo más sangrante. Aquel que reivindicaba el negro como color y sepultaba la luz.

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Otro retrato de Manuel Gil pintando, concretamente, un mural en la ciudad de Trujillo (1955). Foto: Galería José de la Mano.

Entre idas y venidas

La primera etapa de Manuel Gil está dedicada al retrato, con un marcado estilo expresionista que él mismo denominaba “pintura negra” como protesta a la tendencia colorista que estaba causando la obra de Sorolla en el panorama artístico de los 40. En principio no era una crítica al pintor en sí. Lo era a sus imitadores y al sorollismo en serie, tendencia clave en las academias de Bellas Artes, hasta el punto de que su figura se excluyó de todos los grupos a los que perteneció Gil. Y, de hecho, en 1920 Josep Renau publica el manifiesto Contra el Sorollismo que aviva aún más las llamas. Los movimientos de repulsa acabarán favoreciendo el nacimiento de contracorrientes pictóricas que lograron cierta repercusión.

En 1950, el rebelde valenciano se instala en Madrid, recién casado con la pintora Jacinta Gil Roncalés con quien trabaja en numerosos proyectos, aunque cada uno de ellos mantuvo su propia personalidad artística. Al año siguiente, becado, se establece unas temporadas en Roma, París e incluso en Londres, donde se pasa las tardes admirando las salas del British Museum. Su dibujo va definiéndose más y volviendo del negro a tonalidades más claras.

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Fresco La Agricultura de Manuel Gil en el Ateneo Mercantil de Valencia (1952-1953).

En los años 50, en el Ateneo valenciano Gil también firmó este fresco titulado La Pesca.

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Cuando vuelve a Valencia en 1952 comienza una frenética actividad muralística. Manuel Gil fue el encargado de decorar los muros de la cafetería Kansas, en el barrio de El Carmen, con motivos abstractos de apariencia geométrica. También los de Casa Pedro y los frescos del Ateneo Mercantil de Valencia. En 1954 comienza a investigar otros esquemas pictóricos con temáticas religiosas, sus obras se cargan de iconográfica clásica y de cierto halo transcendente y místico. Es ya en el verano de 1956 cuando, como dato que marca un antes y un después, establece contacto con el vasco Jorge de Oteiza y todo se vuelve del revés.

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Una de las pinturas firmadas por el valenciano en 1956, todavía con el aura misteriosa que caracterizaba su obra.

Más allá de una relación para la historia

Oteiza y Gil trabajaron juntos en una teoría sobre los elementos del plano, en la que experimentaron con la interacción de los colores y las líneas. En esencia, ambos buscaban la apertura basándose en la obra de Mondrian y Malévich. La línea de trabajo analítica planteó serios problemas al artista valenciano y, entonces, es cuando se vuelven visibles las diferencias entre la forma de modelar del vasco y la de la pintura de Gil, no acostumbrado a analizarlo todo. “No tengo más pegas que la de aburrirme mortalmente con el sistema. Es interesante y constituye una sintaxis nueva. Aparte de esto me parece que me aburro demasiado y voy a ver si pinto”. Las declaraciones son literales. Se lo decía Manuel Gil a Jorge de Oteiza en una carta del 22 de diciembre de 1956.

El valenciano, más adelante, se aventurará con la abstracción geométrica a partir de polígonos regulares básicos y círculos. Su accidentada partida no le permitió profundizar en todos estos nuevos horizontes que estaba comenzando a crear con Oteiza como maestro. “Es difícil pero hermoso. Estoy contento porque parto de la esencia de la pintura, el color”, continuaba en su carta al vasco, desbordado ante el nuevo reto y pensando que empezaba cuando, en realidad, estaba a punto de acabar.

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Estudio de formas del valenciano, sin título, mediante collage sobre papel impreso (1957). Foto: Galería José de la Mano.

En este collage sobre cartulina, también sin título, Manuel Gil planteó una descomposición del cuadrado (1957). Foto: Galería José de la Mano.

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Manuel Gil era demasiado joven. Tenía demasiadas cosas por crear y mucha pasión. “Este verano es para mí un verano esperanzador. Ayer cumplí 32 años, una edad impúdica según tú”, le escribió a Oteiza en un momento exultante para el creador. Eran justo los días en los que le daba vueltas a un nuevo rumbo artístico en la cabeza, con dos exposiciones en ciernes además. El valenciano decidió darle carpetazo a su etapa figurativa cuando conoce al escultor, pero no le dio prácticamente tiempo a nada más. Manuel Gil moría por una pancreatitis aguda en agosto, en ese justo verano en el que acarició los impúdicos 32 años.