No hay barreras que le valgan
El argentino lo cuenta por videollamada, aprovechando para recalcar que no tenía formación alguna en arquitectura. Hoy sigue sin tenerla ni necesitarla. “La prueba está en que ninguna de mis casas se ha venido abajo… todavía”, ríe. Cierto es que Edgardo Giménez aprendió a medida que iba haciendo. Con 14 años entró en una agencia de publicidad sin saber de qué iba ese mundo, cayó en gracia y además era tan resolutivo preparando carteles que algunos llegaron a la revista Idea de Japón y otros, como el de una muestra de 1962 del pintor Antonio Seguí, resonaron fuerte en Argentina.
Lo mismo en las viviendas. Tras la azul vino una amarilla y una colorada, otra blanca, la de las columnas doradas o una residencia de artistas en Uruguay, que por la pandemia resolvió vía teléfono. En el cine le colaron sin ni siquiera él pedirlo o desearlo, pero ahí estaba, montando las escenografías de las películas de Héctor Olivera Psexoanálisis (1968) y Los neuróticos (1971) con unos decorados que eran fantasía teñida de brilli brilli. De hecho, para la primera recreó los mundos en clave cómica de un señor que se hacía pasar por psicoanalista solo de mujeres con traumas sexuales, de las que se aprovechaba lo suyo. Era el siglo pasado, otros tiempos muy distintos a los de hoy. Suya también fue Soho, una discothèque bastante “rara”, así la define, que en el centro de Buenos Aires y bajo una estética futurista con apliques de aluminio aquí y allá acogió a la gente que importaba en la ciudad.
Década para el recuerdo
Igual que el resto del mundo, Argentina se vio trastocada para bien en los sesenta gracias en parte a un listado de nombres a los que suele asociarse Giménez, desde los artistas Marta Minujín y Juan Stoppani a la diseñadora Delia Cancela –llegó a firmar una portada del Vogue inglés con Grace Coddington– o el actor y director Alfredo Arias. Se les conocía como los pilares del movimiento pop o “unos mamarrachos”, según le soltó el escritor Manuel Mujica Lainez a Romero Brest, como director que era del revolucionario centro privado de arte Instituto Di Tella.
Él los había integrado en la institución; allí veían las películas de Warhol mucho antes de que el MoMA le dedicara la gran exposición y saltara a la fama. A los artistas se les invitaba para que mostraran el proceso de su obra y no tanto la conclusión en sí. “Parecía como que la cultura dejó de estar dormida para despertar y, por supuesto, recibió críticas como siempre pasa en estos casos –considera Giménez–. Lo nuevo la gente no lo toma con rapidez, tarda en aceptarlo”.
El problema aquí fue que no llegó siquiera a asumirse, la dictadura del país le echó el cierre al Di Tella en 1970, y director y artista se mudaron a un local al que llamaron Fuera de Caja Centro de Arte para Consumir. “Hicimos muebles, objetos, lámparas… qué sé jo la cantidad de cosas que diseñamos, las fabricaban grandes empresas y luego las vendíamos allí o las distribuíamos”. De esa época en la que Edgardo Giménez trabajó con productores de porcelana, cristal, de cualquier material en verdad, es la pieza en madera que pintó en 1978 como si fuera un palomar, la cual se sumaba a unos anteriores armarios lacados que simulaban ser torres gemelas, los secreters también de madera con cajones y forma de gatitos que adquirió el museo Albright-Knox Art de Nueva York –el centro atesora obras de Gauguin y Warhol– y una serie larguísima de esculturas-chimpancé inspiradas en el mono Chita del Tarzán de Johnny Weissmüller.
Terapia en casa
Aún sigue haciendo chimpancés, apunta. “No es que yo tenga una fijación con los monos, es que la gente me pide ese tipo de cosas y bueno, no me puedo negar”. Cada vez de un tamaño distinto, con un tono u otro, saltando, erguidos o vestidos con un tutú aunque siempre con un diseño final que resulta antidepresivo. Ahí radica un poco la clave de Edgardo Giménez, que él resume con lo que le comentó una clienta suya que, siendo arquitecta, le encargó su vivienda, la Casa de las columnas doradas.
“Ella me dijo: ‘Lo que vos hiciste tiene un gran defecto y es que no me deja salir. Estoy tan entretenida que se me vencen las cuentas porque me paso el día encerrada’. O sea, la gente disfruta mucho lo que hago porque les cambia la manera de vivir”, sentencia. Por último, también opina sobre eso de que todo el mundo en el diseño conozca a Ettore Sottsass y no tanto a él. ¿Molesta? “Ese es un problema del país, no mío. En Argentina se olvida todo rápidamente, pero yo hice Memphis mucho antes de que empezara en Italia en los años ochenta. Mi Casa Azul, sin ir más lejos, es del 72”.