El mezzanine se muestra con vigas originales, chester de seis metros con tela de Dedar, en Crearte, y lámparas de pie diseño de Marta de la Rica. En portada, comedor privado con mesa acompañada por sillas Montgolfier. El perímetro lo forma un armario vajillero hecho in situ con puertas francesas del XVIII.
La interiorista y propietaria de Gaztelur, Marta de la Rica, fotografiada en su obra familiar que le ha llevado más de dos años.
Todo lo que contiene se puede comprar. “Mi padre trabaja en finanzas, pero las antigüedades son su pasión. Tiene un ojo extraordinario, ha sido siempre una inspiración en mi trabajo. Yo le acompañaba a ferias, brocantes y subastas desde que era muy pequeña. Sabe lo que le gusta y se enamora de las piezas. No se mueve por las modas, ni por su valor económico… se guía por lo que siente y esa es la clave de su talento. Ha ido formando una colección extraordinaria y buscábamos un sitio para mostrarla y compartirla. Tenía que ser algo único con un alma propia, como lo que se iba a exponer en su interior”, prosigue la decoradora. Después de mucho preguntar, dieron con esta construcción que, aunque destrozada, estaba levantada con materiales nobles, piedra y madera que llevaban décadas cogiendo lustre.
En el restaurante, chimenea de mármol, girondolles de cristal de roca sobre peanas y espejo con lunas antiguas y retales de tela y papel franceses del XVIII. Lámpara y butaca diseño de Marta de la Rica.
Al entrar al restaurante se aprecia una colección de soperas sobre ménsulas y una butaca obra de Marta de la Rica.
Proyecto de vida
“Quise ante todo conservar su encanto y autenticidad. Fueron dos años de obras, y siempre intentamos que toda intervención pareciera antigua, que hubiera sobrevivido al paso del tiempo. Por ejemplo, la fuente que recorre el camino hasta la entrada. Vino un artesano del centro de Francia que se dedica a envejecer la piedra de forma que nunca dirías que está hecha hoy. Fueron una inspiración los interiores de Robert Kime. Se dice que este decorador británico ponía las alfombras nuevas al sol para que cogieran esa pátina que buscaba, la moda que no pasa de moda. Gaztelur tiene mucho de esto, de espíritu, historia, capas. El verdadero reto para mí fue mezclarlo todo con un toque contemporáneo, respetar el pasado sin ser un pastiche”, explica.
Son 800 metros cuadrados distribuidos en cuatro alturas. Cada estancia es una escena singular, como si de diferentes universos se tratara: el comedor del restaurante, con paredes revestidas de espejos antiguos y vistas al monte Larrún (La Rhune en francés), el gran salón, que va mutando de decoración, la sala de los textiles, la de piedra, la biblioteca, la sala de televisión con un sofá amarillo de seis metros de largo y paredes y techos en lino, dos dormitorios, jardín, huerta, invernadero… Todo aquí es noble y majestuoso pero al mismo tiempo cálido, influido por la apabullante pero sencilla campiña vascofrancesa y con una decoración mestiza, alegre, ecléctica y atípica. Y es que los objetos reunidos por padre e hija otorgan un carácter particular a cada espacio. Entre lo vintage y lo moderno, lo barroco y lo insólito, el pasado y el presente.
Vista del dormitorio masculino, la Chambre Monsieur, con mesa de despacho Paralelas de Tresserra en nogal de los 80, lámpara-columna dorada, cama tapizada en terciopelo, cuadro de Regina Giménez, foto de cocodrilo contemporánea y cortinas de lana escocesa.
Filosofía holística
Sus tesoros de todo el mundo rinden homenaje al art de vivre. “Confiamos mucho en artesanos, en técnicas antiguas, pero mezclado con movimientos actuales y atrevidos. Superé muchos miedos a lo largo de este proyecto. Tenía que ser fiel a mi estilo a la vez que respetuosa con la identidad de las piezas y, además, el hecho de ser un lugar abierto al público le daba un grado más de dificultad. Que el cliente sea familia puede parecer que es más fácil, pero te diría que todo lo contrario. El resultado es muy particular. Me he dado cuenta de que los riesgos que hemos asumido en diseño han acabado enfatizando el valor de las antigüedades”, reconoce Marta de la Rica.
En la Sala de Piedra, mueble de madera policromada, bodegón de caza, butaca club y alfombra moldava.
Predominan los tonos cálidos, que varían de una habitación a otra, pero hay un gris verdoso suave que las une todas tiñendo las carpinterías. “Lo llamamos gris Gaztelur. Es un color que funciona con todo siendo a la vez rotundo y templado”. La temperatura sube también con cueros envejecidos, petits points, alfombras y una gran profusión de telas lisas y estampadas, el sueño de un editor textil. Las pinturas también tienen mucha presencia y aportan riqueza. “Aunque nadie vive aquí, Gaztelur es un lugar muy acogedor y muy vivido. Eso es lo que lo hace tan especial. No es una tienda de antigüedades al uso, es una casa con todas sus letras. Y va cuajándose a lo largo de los años de forma natural”, concluye ella. Y lo mismo sucede con el restaurante, donde se sirve comida que evoca tradición y memorias de familia. Con ingredientes locales, es un menú relajado pero exquisito… como sus dueños.