Sofá por Carlos Mota, sillas francesas del XIX y bodegón portugués comprado en Lisboa. En portada, el salón central de la casa con sillas Maison Jansen francesas, mesa lacada de 1970 y, sobre la chimenea, retrato orientalista del XIX en Lisboa.
El techo policromado original de la vivienda, en un edificio en el barrio de Chiado de Lisboa de finales del siglo XVIII o principios del siglo XIX.
El interiorista continúa. “Aunque la ciudad se ha puesto de moda, no es tan sofisticada ni tan cosmopolita como la venden, y eso me gusta. Para sofisticaciones y marcha ya tengo Nueva York o me voy a Londres o a Madrid. Portugal es más reposado y me permite reorganizar las ideas, trabajar sin prisas, viajar a la India, donde produzco casi todas mis telas y vajillas, sin sufrir el insoportable jet lag americano…”. Estar cerca del mar y comer pescado y vinho verde entre azulejos y calles empedradas tampoco desbarató sus planes.
Un gran tesoro en la capital
El siguiente paso de Carlos Mota fue rastrear un lugar que reuniese en un espacio físico lo que le pedían la imaginación y las ganas. Un pied-à-terre, de una sola habitación, con maravillosas ventanas francesas de suelo a techo, con historia, con alma, con sabor europeo… “Francesco, un hombre con un gusto exquisito al que sigo por Instagram, me dijo que era imposible, que tendría que renunciar a algo, que los pisos con historia del Viejo Continente nunca tienen menos de 300 metros, que no existía”, recuerda. “Pero un día vi este apartamento en su página y rápidamente envié a una amiga a que me hiciese un vídeo. Lo renté así sin más, sin haberlo visto en persona”.
En la salita contigua al salón, taburetes de cerámica japonesa, silla española de los 50 y jarrones chinos del XIX.
Detalle del dormitorio con sillas francesas del XIX y mesita de metal junto a retratos comprados en anticuarios y subastas.
El tiempo al que se refiere fueron los meses más duros de la Covid, cuando apenas nadie podía viajar y el encierro se prolongaba. “Yo soy un loco del sector inmobiliario. Me divierte enormemente buscar viviendas y locales desde un hotel en El Cairo o cualquier otro lugar del planeta y, por experiencia, tengo el ojo entrenado para entender proporciones sin estar físicamente allí”, afirma. Su arrojo tuvo recompensa porque, cuando por fin Carlos Mota puso un pie en este viejo edificio de finales del XVIII o principios del XIX situado en lo mejor de Lisboa, en el barrio residencial y aun así céntrico de Chiado, no daba crédito a lo que veían sus ojos.
Identidad total
“Abrí la puerta y miré hacia arriba, hacia el techo, ¡ese techo! El apartamento empieza y acaba ahí”, asegura. Policromado, perfectamente restaurado por la dueña, que se pasa de vez en cuando a tomar el té y a admirar el resultado de las locuras del venezolano, se convirtió sin duda en el punto de partida de una decoración (que no rehabilitación) integral. “Fue cómico porque le pedí a la señora que se llevase por favor todo. Los colchones, los platos, las butacas, las alfombras… Eran espantosos, siendo sincero. Pero no toqué la distribución ni los elementos principales, los suelos y las puertas, porque estaban muy bien conservados”.
En cambio, sí fue él quien terminó las paredes del salón con ese azul deslavado que se ve en las fotos. Le llevó entre seis y ocho meses reamueblar los 150 metros cuadrados del espacio con piezas antiguas y contemporáneas traídas de medio mundo. “La mayoría las compré en subastas de Lisboa, Madrid o me las traje de Nueva York. Yo adquiero muebles y objetos constantemente y los voy colocando y cambiando, sin un plan fijo. Lo que voy consiguiendo lo encajo”. Aun así, su nuevo viejo refugio europeo tiene mucho de Mota. “El verde, ese color que me apasiona, está claramente representado, como en muchas de las cosas que diseño para mi firma CasaMota”. Otro detalle que necesitaba la vivienda por sus grandes dimensiones, cuenta el interiorista, era desdramatizarse.
Más Mota que nunca
“Quería algo ligero y orgánico, aunque tiene también muchas lecturas, muchas capas. Por supuesto incluí dos de mis materiales más queridos, el ratán y el bambú, que nunca faltan en mis refugios vitales”. Las paredes, además, son un espectáculo en sí mismo, una mezcla increíble de épocas y estilos, que van desde sobrios bodegones portugueses a pequeñas pinturas marroquíes o indias del siglo XIX y retratos del lejano Este. “Colecciono arte orientalista y esa obra que he colocado sobre la chimenea la encontré en una tienda de Lisboa y me apasionó”, concluye Carlos Mota. El resultado es una heterogénea locura de tiempos y formas que funciona bajo la benevolente mirada de una estructura clásica bien conservada, con el color justo y la paleta exacta para refrescar el charme lisboeta y la dosis precisa de viejo continente y nuevo inquilino. Sin saudades ni arrepentimientos.