
Vista del salón de la casa del decorador en la calle del Factor de Madrid (1990).
Retrato de Gerardo Rueda, un año antes de su fallecimiento, con el escultor Edgar Negret (1995). Foto: Alfonso de la Torre.

“Yo ayudo a decorar casas”, llegó a decir Gerardo Rueda en una famosa entrevista en el diario ABC. “Pero lo hago desde el punto de vista estético. Como soy artista opino sobre temas como el color o la forma de repartir volúmenes y espacios. Aunque creo que en una decoración es esencial combinar las necesidades de sus habitantes con una buena circulación interior y, lo más importante, con lo que yo llamo la cáscara. Es decir, la coherencia con el entorno arquitectónico”.
Remontándose a sus inicios
Rueda venía de una familia de clase media industrial, originarios de Segovia, con madre francesa y una numerosa colección de primos a los que visitaba frecuentemente en París. En la capital francesa pudo conocer lo que estaba ocurriendo en Europa, sus artistas y los nuevos movimientos. Pero su padre, que regentaba una fábrica de curtidos en Carabanchel, tenía otros planes para él. Llegó incluso a contratarle en sus oficinas, algo que le ahogaba. A la hora del bocadillo el artista, a escondidas, hacía pequeños dibujos en páginas del calendario que él llamó bocadillos porque estaban pensados para que su padre no los descubriera.
El de 1958 fue un año clave para Gerardo Rueda. Fue cuando conoció al pintor Fernando Zóbel, referente de la abstracción, lo cual marca un antes y un después en su visión de la vida y del arte. Zóbel, de origen español nacido en Filipinas, venía de una familia adinerada. Había estudiado en Harvard Filosofía y Letras y se gradúa con una tesis sobre García Lorca. Su familia también quería que llevara los negocios familiares, cosa a la que él renuncia para dedicarse de lleno a la pintura. A los dos les unió desde entonces una gran amistad. También la visión del arte, de las casas y la decisión de vivir su vida a su propia manera.

Uno de los espacios que incluía el estudio de Gerardo Rueda y Fernando Zóbel en la calle Velázquez de Madrid. Foto: Revista Arte y Hogar (número marzo, 1960).
Otro de las habitaciones del estudio de Rueda y Zóbel. Foto: Revista Arte y Hogar (número marzo, 1960).

Cuenca llegó a ser un exponente
“Las casas que hizo Gerardo Rueda tenían todas una voluntad de encierro y libro, mucho libro”. Lo comenta Alfonso de la Torre, escritor, crítico de arte, asistente del madrileño durante 11 años y su albacea. “Junto a Zóbel monta un estudio en la calle Velázquez de Madrid muy famoso, pues por él pasa toda la generación de nuevos pintores que estaban despuntando en esos momentos. Ahí se empieza a hablar de Cuenca”. Porque en la ciudad manchega, en aquella época, precisamente estaban pasando varias cosas interesantes.
Una de ellas era que los nuevos pintores reformaban las viejas casas de la ciudad antigua. La de la coleccionista de arte Pilar Citoler, que luego decorarían Pin Morales y Román Arango. El arquitecto Pedro Muguruza, o Gasset, Millares, Torner, Carmen Álvarez Coto y Florencio Garrido, todos adquirieron viviendas en la parte alta (Rueda, Zóbel y Antonio Lorenzo compartieron una temporada la misma casa) en una especie de conglomerado o colina del arte que de pronto se muestra sin ellos saberlo como un fenómeno.

Así era el rudimentario cuarto de baño de la casa de Gerardo Rueda en Cuenca, con la mejor vista de la ciudad desde su pequeña ventana. La ilustración es una de las tantas de aquella época que Fernando Zóbel reunió en un cuaderno de dibujos sobre la casa que compartió con Rueda y con Antonio Lorenzo. Titulado Cuenca Sketchbook of a Spanish Hill Town, publicado por Walker&Co en Nueva York en 1970 y reeditado por la Fundación Juan March en 2020, el cuaderno incluye a su vez ilustraciones de paseos y de detalles como rejas, puertas y ventanas.
En el restaurante Baviera de Cuenca reservaron este comedor, decorado por los pintores, para que ellos se reunieran allí mismo. Ilustraciones: Fernando Zóbel (cortesía herederos del artista).

El descubrimiento de Cuenca, apunta De la Torre, acaba calándoles a todos. La posibilidad de reformar casas tan bonitas les da como un aldabonazo. Pero la de Gerardo Rueda en la calle San Pedro, descrita minuciosamente por De la Torre en su biografía Gerardo Rueda, Sensible y moderno (Ediciones del Umbral, Madrid, 2006), era de las pocas viviendas desde la que se podía ver la Hoz del Júcar. Antes había pertenecido al periodista y escritor César González Ruano y Rueda aprovechó algunas de sus instalaciones. De hecho, donde Ruano tenía su colección de abanicos el madrileño decidió colocar su colección de vidrios de La Granja de San Ildefonso o la de bordados antiguos.

Algunas de las cerámicas y muebles que el madrileño colocó en su segunda casa en la ciudad manchega. Foto: Colección Carderera.
Segunda casa de Gerardo Rueda en Cuenca. Foto: Colección Carderera.

Sobre este asunto habló él mismo en la entrevista del ABC. “Tengo mucho objeto y soy coleccionista de casi todo. De loza española, de Talavera o de Teruel, lacas japonesas desde el XVI al XIX, vidrios de La Granja y muchos cuadros, puesto que lo que de verdad me gusta es la pintura y sus autores son casi todos amigos míos. O lo han sido. En cuanto a muebles”, sentenciaba Gerardo Rueda, “creo que debe haber pocos y selectos para que se vean mejor. Si no, se dan sombra los unos a los otros”.

Librería de la casa de Rueda en la calle del Factor en Madrid (1990).
La vivienda del decorador en la capital contemplaba un mirador propio (1990).

Visión propia para concebir interiorismos
Cuenca fue su gran salón de ensayo, allí probaba cosas que luego propondría en sus decoraciones. Aunque, a pesar de que el descubrimiento de la ciudad manchega resultó esencial para su trayectoria, el origen de su pasión por los interiores se ubica más bien en Sotogrande, Cádiz, donde empezó a decorar viviendas para muchos amigos y gente que, de algún modo u otro, tenían una fuerte vinculación con el mundo del arte moderno. Fernando y Victoria Carderera, un matrimonio de diplomáticos, también grandes amigos suyos, describen a Gerardo Rueda como encantador, generoso. Un lector empedernido de Proust que se relajaba haciendo crucigramas. “Era capaz de con tres objetos cotidianos montar una composición que resultaba en sí una obra de arte”, concede la pareja.
“Nos decoró nuestras casas en Bonn (Alemania) y en Bruselas. También la primera que tuvimos en Madrid”, continúa Fernando. “Luego hemos repetido siempre los esquemas que Gerardo Rueda nos marcó. Las paredes para él eran como un marco, presentaba las obras y las arreglaba para formar un conjunto no simétrico buscando variación y ritmo”. Según los Carderera, el madrileño decía siempre que los cuadros deben de estar a la altura de los ojos. “Los colocaba como nadie. De fondo pintaba siempre en unos tonos muy escenográficos como eran el verde rueda y el rojo rueda que seguimos teniendo en nuestra casa”.

Salón de una casa particular en Madrid, siguiendo los preceptos del decorador.
Vitrina en un comedor con colección de cerámica española colocada al gusto de Rueda.

Gerardo Rueda, de acuerdo a Victoria, tenía elegancia espiritual y sentido del humor, y repetía bastante aquello de que cada cosa busca siempre su sitio. A modo de recuerdo final, Alfonso de la Torre cuenta que en la casa del artista en la madrileña calle del Factor, siendo vecino de Jaime Parladé y de Miguel Oriol, Rueda combinó el encuentro entre su mundo de grandes espacios blancos, luminosos y llenos de pintura moderna, con el de su madre que siempre vivió con él. Y a la que le instaló, como a ella le gustaba, su saloncito, su cuadro de Solana y su camilla. Parece un dato anecdótico, pero en el fondo subraya el hecho de que el madrileño, allá donde fuera, lograra hilar ideas y conceptos complejos, aparentemente muy alejados entre sí, con total armonía e inteligencia.

Una muestra del rojo rueda definido por el decorador.
En la pared, el verde rueda con el que el madrileño pintó muchas de sus viviendas.
