
Suite palaciega en el ático de Jaime Parladé ubicado en la calle Marqués de Riscal de Madrid.
Entrada a Alcuzcuz, el último proyecto residencial que firmó el decorador.

Con vocación de anticuario y comerciante, Parladé montó en Tánger su primer negocio, una tienda de muebles de mimbre. Más tarde la volvería a abrir (ya no exclusivamente centrándose en ese material) en la incipiente y mítica primera Marbella, bajo el nombre de La Tartana, junto a Duarte Pinto Coelho y a su gran amiga Menchu Escobar. El suyo era un espacio de decoración y antigüedades en el que recopilaba todo tipo de muebles, piezas, telas y curiosidades. Más tarde, los tres convirtieron dos casas de Marbella en una pensión de precios bajísimos, bautizada La Fonda. Era lo más divertido del lugar y en el que recalaron desde todas las folclóricas hasta los mismísimos Rolling Stones.
Duarte, el mentor
A la decoración Jaime Parladé entró en 1958 cuando Duarte Pinto Coelho le propuso colaborar en la apertura del Hotel Guadalmina, un gran éxito marbellí. A este proyecto le siguieron en la ciudad el famoso Bar de Menchu, el capricho morisco de la Duquesa de Alba, la Villa Santa Margarita en el Marbella Club para los Rothschild, los primeros apartamentos en Guadalmina, los bungalows del Golf de Sotogrande o la reforma del Hotel Los Monteros.

Una de las suites de la casa andaluza Alcuzcuz, en la que se observa la fascinación del decorador por las referencias étnicas.
Cocina de la vivienda de Jaime Parladé en Benahavis.

Entre sus clientes figuraban los mencionados Rothschild que además de en Marbella le encargaron proyectos en Corfú y Marrakech, el cantante Julio Iglesias en Miami, el Conde Maximilian von Bismarck en Hamburgo, casas para las familias March y Abelló, Haras en Deauville o la residencia de Diana Ross en Connecticut, entre muchísimos otros.
Amigo de Bacon
“Tenía un gusto refinado y sabía muchísimo de arquitectura vernácula”, contaba en una entrevista uno de sus colaboradores, el arquitecto Eduardo Dorissa. “Sabía, porque había vivido desde que nació en las mejores casas y las suyas, las casas que él decoró, también eran las mejores”. La primera fue La Telefónica en Tánger; la última, su querida Alcuzcuz en Benahavis, Málaga, hoy convertida en hotel boutique. Todas las viviendas eran acogedoras, generosas y con un sello muy personal. “Conocí varias”, continúa Dorissa, “eran especiales pues tenían un enorme salón y nunca comedor, pero a cambio había una cocina enorme donde podías compartir mesa con Richard Burton o con Francis Bacon. Todos sus amigos tenían siempre un sitio allí”.

Así es el ático que Jaime Parladé ideó en la calle madrileña de Marqués de Riscal.
Estancias comunes, dignas de un palacio, en este ático de Madrid a cargo del decorador.

Le gustaban los muebles raros, de origen étnico, artesanales. “Me horroriza la ostentación”, solía decir Jaime Parladé. Mezclar fue su secreto pero hacer que funcionase era para él cuestión de suerte, y pensaba que cada espacio debía tener siempre una pieza estrella. Perteneció a esa generación de “raros sublimes” que vivían para el arte, para la estética, para los amigos. “Las casas”, decía el decorador, “hay que disfrutarlas y contemplarlas al atardecer, sentirlas y respetarlas”. Él escogía a sus clientes y no admitía a cualquiera, no estaba dispuesto a compartir tres años de su vida con alguien negativo. Clientas muy especiales fueron, entre otras, Conchita Lastra de March o Anna Gamazo de Abelló, a las que ayudó en muchas de sus casas.
“Sencillo y estético”
Anna lo describió como “sencillo y estético, además de bueno, generoso, culto, conocedor de todo y a quien le daba igual arreglar una choza en la playa que hacer un gran palacio. Ponía la misma ilusión, nada era poco para él”. Y es que Jaime Parladé no tenía miedo a embarcarse en proyectos dispares, a diferencia de muchos de sus contemporáneos. “Lo que yo tengo no es buen gusto, que es algo relativo y difícil de definir, sino buen ojo para ver lo que me gusta y lo que me interesa”, subrayaba él. “En mi caso me gusta lo excéntrico. De hecho, en realidad se puede decir que soy bastante cutre, me gusta el arte pobre y no soporto el barniz”.

Otro de los proyectos de Parladé en Punta Negra, esta vez con estética mediterránea y enfoque vernáculo.
Bodegón del decorador en uno de sus interiores.


Entre otros encargos, a Parladé le pidieron diseñar el pabellón de montería de esta finca de Ciudad Real.
Si nos preguntamos quiénes influyeron en su estilo, él mismo se refería a su amistad con el matrimonio de Anne y Bill Davies y la primera vez que vio su casa de Churriana, La Cónsula, toda blanca y llena de cuadros y de libros. También la influencia del arquitecto Richard Lincoln con quien colaboró en varias obras. En decoración su ídolo era Renzo Mongiardino, de quien decía que no hacía decoración sino creaciones milagrosas y del que aprendió a plantear atmósferas. Junto a Bennison, anticuario con gran sentido del humor, trabajó en Marrakech adoptando su idea de poner siempre “algo loco encima de algo muy bueno, o algo muy bueno encima de algo loco”.
Mezclas insólitas
Aprendió de Robert Kime, gran amante de los tejidos orientales. De Christopher Gibbs, profundo conocedor de Marruecos, o de Peter Hinwood, maestro del “shabby chic” con sus mezclas insólitas. El equipo de gente que colaboraba y trabajaba junto a él fueron tan importantes y permanentes que todos ellos aparecían representados en un mural a la entrada de su vivienda Alcuzcuz junto a Jeanetta, su mujer. A Parladé, con el sentido del humor que siempre le caracterizó hasta su muerte en 2015, le gustaba autodefinirse, atención al dato, como un Superficial con suerte.